Seguimos recibiendo obras para el Premio La Bestia Equilátera de Novela, que va a estar abierto hasta el 29 de noviembre. Mientras tanto, les dejamos este texto de Raquel Garzón, que escribe para el suplemento cultural de El País acerca de las nuevas voces de la narrativa argentina que cruzan el Atlántico y se empiezan a leer en España.
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Si la Argentina no existiera habría que inventarla”, postuló un extranjero de visita en una sobremesa reciente, sorprendido por la efervescencia creativa de Buenos Aires. El resto de los comensales agradeció el piropo, pero vale, lejos de los brindis de esa noche, hacer pie en la razón y el instinto opuestos: justamente porque la Argentina existe y es como es —caótica— se la reescribe, se la repiensa, se la “remixa”, se la testimonia, debate y enumera (verbo borgiano si los hay) copiosa y talentosamente en las últimas hornadas de su literatura que están llegando a España.
La historia reciente y sus marcas en la cultura; la autoficción que convierte al escritor en tema del relato; la metaliteratura como laboratorio de ideas; la oralidad que transforma la representación del lenguaje hablado en protagonista, y la sensación de que la gesta de pequeñas editoriales independientes ha matizado el catálogo de voces son algunas de las señas de identidad que revisa este reportaje.
“Creo que trabajo sobre el dolor de un individuo en un medio social y las claves que ese mismo dolor entraña para liberarse por el arte o la política”, sintetiza Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963), reciente ganador del Premio Alfaguara de Novela con Una misma noche, historia ubicada en tiempos de la dictadura militar, que le deparó sorpresas al ser leída en la Península. Cuenta: “Un lector español, que en general empieza evocando ciertas similitudes con las experiencias de la Guerra Civil y la posguerra, termina hablando de Una misma noche como la historia de una iniciación —o no iniciación— en la masculinidad, por parte de un chico que tiene la edad en que, en todas las culturas, el niño debe pasar a integrar la cofradía de los varones. En la Argentina, en cambio, el tema de la dictadura se vuelve casi excluyente así como la discusión de las propuestas de la novela alrededor de los usos de la memoria”. Traductor, ensayista y escritor premiado, cuya prosa ha sido elogiada incluso por Le Monde, con ocasión de la publicación en francés de Inglaterra, una fábula (Premio Clarín de Novela 1999), Brizuela piensa su escritura, que en ocasiones ha narrado historias del siglo XIX, en términos de “recorrido”. Cuatro novelas, varias colecciones de relatos y ensayos después del comienzo señala: “Me noto más inclinado a percibir las identidades entre cada libro y los demás que los propios lectores, interesados por marcar las diferencias. Inglaterra, Lisboa, un melodrama, toman personajes y conflictos que Una misma noche recrea con la gran novedad de que ya no necesito alejarme ni en el tiempo ni en el espacio para analizar un conflicto con las herramientas de la ficción”.
Tampoco Patricia Ratto se ha alejado demasiado. A lo largo de tres novelas —todas publicadas por Adriana Hidalgo— esta autora y docente que vive en Tandil, a 260 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, ha masticado el pasado reciente. Pequeños hombres blancos (2006) aborda la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 desde la mirada de una profesora que dicta sus primeras clases en un pueblito de la Patagonia. Nudos (2008) transcurre en la crisis económico-política iniciada en 2001. En este libro se alude, a partir del personaje de un excombatiente, a la guerra de las Malvinas de 1982, tema de su ficción más reciente: Trasfondo (2012), que narra la peripecia de los 35 tripulantes de un submarino de combate, logrando transmitir al lector la opresión de esas almas que viven una guerra invisible con todo el peso del Atlántico sobre sus cabezas. “La diferencia reside en que, en Nudos, Malvinas aparece narrada desde el presente”, explica Ratto, “desde las secuelas y cicatrices (físicas y de las otras) que ha dejado en el excombatiente y en la sociedad. En Trasfondo se cuenta el momento mismo de la guerra. Necesité ir hacia el pasado en busca de respuestas, para tratar de entender qué fue esa guerra, la guerra de los ciegos, la guerra de los que no podían ver”. El lenguaje elegido por Ratto —la coloquialidad provinciana, bonaerense o patagónica, según el libro— amplía la geografía literaria de las ficciones argentinas recientes componiendo “una suerte de trilogía del sur, ese territorio descentrado y en espera, que no es Buenos Aires ni las grandes ciudades argentinas”.
Una original vuelta de tuerca al modo en que la literatura reflexionó sobre la crisis es la trilogía de Rafael Pinedo (1954-2006), distopías donde la única regla es la supervivencia. Iniciado en Plop! —una mirada “desde el fondo del pozo” que le valió el Premio de Novela Casa de las Américas 2002— y profundizado en Frío (finalista del Premio Planeta Argentina), el universo apocalíptico de Pinedo trama historias con restos de civilización. El autor, que trabajó como informático y actor, se propuso tematizar la “destrucción de la cultura”, proyecto que cierra con la publicación de la hasta ahora inédita Subte (Salto de Página): una fábula sobre la maternidad que se inicia con Proc, la protagonista, corriendo a oscuras, con las dificultades propias de su barriga de ocho meses, para huir de una jauría de lobos. Desamparo, precariedad y silencio en una lucha desesperada por sobrevivir, narrada con una prosa minimalista, puro músculo.
La interpretación de un libro (Candaya), primera novela que llega a España de Juan José Becerra (Junín, 1965), le hace honor al bien ganado prestigio de escritor de escritores que su autor tiene en el Río de la Plata, cinco novelas después del comienzo (Santo, en 1994). La historia es descrita por Becerra —autor también de tres libros de ensayo— como “un desvío” en su proyecto literario, que elige como tema central “el tiempo y algunos de sus derivados, como el amor y el arte”. La interpretación…, sintetiza ahora, cuenta la historia de un escritor que considera que el verdadero éxito de la literatura consiste en enloquecer a una sola persona: una lectora. “Pero también es un ejercicio de intertextualidad a cielo abierto”, explica, “porque el libro que enloquece a esa lectora, llamado Una eternidad, es en realidad una novela que publiqué en 2004, Miles de años. Me gustó la idea de que un libro propio pudiera leer a otro libro propio”.
En la misma línea experimental se enrola Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967). “Cuando tenía 14 o 15 años e iba por el mal camino (Cortázar, Fontanarrosa…) se me cruzó The Buenos Aires Affair de Manuel Puig, y cambié para siempre mi forma de leer…”, provoca el autor de Literatura de izquierda (Periférica, 2010), beligerante ensayo, aparecido en 2004 en la Argentina, que divide aguas tajantemente entre la escritura que el mercado promueve y la que este autor, traductor y editor admira e intenta cultivar: pura ruptura y vanguardia. Tres son las novelas de Tabarovsky que conoce España, todas publicadas por Caballo de Troya: Una belleza vulgar, Autobiografía médica y La expectativa. Él las define: “Formulan, de algún modo, un comentario sobre el cruce entre lo urbano, el éxito, el presente y el fracaso, la caída, el traspié. Implican una discrepancia con la idea convencional de éxito y la melancolía de ciertas ilusiones que se perdieron, incluso antes de nacer”. La paradoja, la digresión, la ruptura con la narración “arquitectónica” y con la causalidad lineal son elementos que Tabarovsky destaca y cultiva.
Lo nuevo también cuenta regresos. “Algo como que quieren esparcir tus cenizas; algo como que quieren esparcirte”. Así comienza el viaje de Emilia hacia Esquel, su ciudad natal, y hacia su propio pasado, susurrado a una interlocutora improbable —una amiga muerta— en Agosto (Marbot Ediciones), segunda novela de la dramaturga y directora Romina Paula(Buenos Aires, 1979). “El amor, las relaciones, la imposibilidad de estar, tanto solo como acompañado… Trato de entender algo de cómo se vive al escribir”, define la autora que en ¿Vos me querés a mí?, su primera novela, destacaba ya por la frescura de un registro oral que desmenuza vertiginosamente esa suerte de habla Windows de los jóvenes de clase media: discursos de muchas ventanas abiertas, que saltan de un tema a otro sin terminar frases y que tejen en una aparente liviandad paisajes de sentido. ¿Ese tratamiento del habla es una huella de su relación con el teatro? “En todo caso lo llamaría más un registro mental que uno oral: la ambición sería la de poder relevar la gramática del pensamiento, suponiendo que fuera lineal”, apunta Paula. Agosto, reafirma, “es justamente eso: una voz, una primera persona que se dirige a un falso interlocutor y que intenta entender algo, nombrarse, nombrar el pensamiento en ese ir diciendo, escribiendo”.
Este combo de tablao-ficción-desparpajo se da también, aunque con rasgos de insólito y parodia, en los libros de la directora, dramaturga y actriz Fernanda García Lao (Mendoza, 1966), editados por El Cuenco de Plata. Aguda observadora de faunas urbanas, en su tercera novela, La piel dura, desovilla las desventuras de una artista del teatro under que pierde una mano y suma a su batallado sobrevivir las peripecias de su condición de “injertada”. “Mi madre tenía razón. Si yo hubiera sido un poco más imbécil me habría salvado”, sentencia la protagonista, con un sarcasmo muy revelador del estilo García Lao.
Hay otros tonos. Poeta, ensayista y narrador, Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) es una de las voces más contundentes de los años noventa. Hace de su barrio, Boedo, filosofía y escenario donde se conjugan las voces de amigos de infancia, el rock, las discotecas y una prosa precisa para poetizar lo cotidiano. “No tengo imaginación, así que escribo sobre lo que he vivido, sobre los relatos que escucho en diferentes lugares”, sintetiza el escritor, uno de los fundadores en 1990 de la revista 18 Whiskys, que publicó sólo dos números de gran impacto en el ambiente literario local. Editado en España por Alpha Decay, el autor de Los Lemmings y otros (historias de infancia y adolescencia donde campean Astroboy y el fútbol, las drogas y la cultura de masas) y Ocio (una novela, recientemente llevada al cine, que narra la vida de Andrés en una familia —padre y hermano— que se reencauza tras la muerte de la madre) define su estilo: “Me gusta escribir buscando la voz extraña, no la voz personal. Escribir sintiendo la piedra en el zapato, vergüenza ajena por el texto, incertidumbre y, claro, alegría”.
En busca de cierta autenticidad o porque la novela del yo es la que urge contar, la autoficción de los últimos años depara historias que impactan por su potencia. En la pausa de Diego Meret (La Uña Rota) narra la llegada a la literatura, primero como lector y luego como escritor, de un joven que crece en una casa de un solo libro: el Martín Fierro. La violencia surca y marca las relaciones familiares que reelabora Luis Mey en Los abandonados y En las garras del niño inútil (publicados por Factotum). Un suculento etcétera incluye la memorable Derrumbe, de Daniel Guebel (relato de una separación en primera persona), las novelas de Pablo Ramos y los libros de Félix Bruzzone, autor de los relatos de 76 (Tamarisco) y la novela Los topos (Mondadori), textos en los que la dictadura se aborda, haciendo pie en la propia experiencia del autor, hijo de desaparecidos, desde sus ecos: el drama de la perpetua recomposición de una identidad birlada salvajemente. Familia, identidad y dictadura se entreveran también en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori), el último libro de Patricio Pron (Rosario, 1975).
Cada quien distingue de este caleidoscopio literario lo que más le sorprende. “Que la literatura todavía sobreviva”, señala sin dudar Becerra y explica: “La cultura que triunfa se ofrece por partes. Las series de televisión, las sagas cinematográficas, el paquete turístico, el tapeo, los movimientos de ubicuidad que permite la banda ancha, etcétera. La relación de un lector con la literatura lleva un tiempo del que ya no se dispone. ¿Cómo se le puede pedir a alguien que tenga paciencia para leer literatura si ese alguien no es capaz de aguantar, sin enfermarse, que el semáforo cambie de rojo a verde?”.
Con bien ganado prestigio de editor de sellos independientes, Tabarovsky marca ciertos “efectos nocivos” que tuvo la lectura de César Aira. “Aira que es un escritor maravilloso y de una erudición absoluta, sin embargo, está siendo leído de manera muy trivial o convencional, lo que produce una literatura neo-pop, llana, carente de interés. Hay demasiadas novelas a ‘lo Aira”, define. Como contrapartida, de una buena recepción de esa “excentricidad” surgen, dice, “novelas muy radicales como las de Leonardo Sabbatella, Ramiro Quintana o Pablo Katchadjian, que son grandes escritores jóvenes. Aparte de ellos, muchas veces encuentro más interesantes autores que provienen de otras tradiciones —más realistas, más crudos, más sólidos—, como Diego Sasturain, Hernán Ronsino, Selva Almada o Iosi Havilio”.
Ratto destaca una variedad que dificulta toda clasificación y la convivencia “de registros altamente personalizados, de juventud y madurez, de rupturas y de continuidades”. Casas apuesta por la riqueza que surge del cruce de géneros: “Me sorprende que los editores me pidan temas ‘globales’, sobre todo en los ensayos. Si escribís sobre Borges, está ok, pero sobre Zelarayán, no. Y para mí los dos son fundamentales”. Y añade: “Hay autores que logran llegar a la superficie para respirar y que están construidos por otros que quedan sumergidos, tan o más poderosos. A mí me gusta la literatura que escriben los poetas. Para los que escribíamos en 18 Whiskys, Ricardo Zelarayán fue un autor central, porque pasaba de la poesía a la prosa a la velocidad del sonido”. Romina Paula celebra —y vale como bandera— la “desolemnización”: “Si la teoría literaria sigue siendo el campo de la academia, el escribir ha ganado la calle y las casas, y eso me parece una gran cosa. Como si la literatura fuera algo en sí mismo, más allá de quién la esté escribiendo”.
La bonanza de la literatura argentina regala, además de los mencionados, una talentosa lista de autores maduros y voces jóvenes, entre ellos, Hebe Uhart, Carlos Gamerro, Sergio Bizzio, Silvia Molloy, Federico Jeanmaire, Lucía Puenzo, Sergio Chejfec, Aurora Venturini, Oliverio Coelho y Gabriela Cabezón Cámara.