Daniel Guebel, que forma parte del catálogo de literatura argentina de La Bestia Equilátera, escribe sobre la película Iluminacja, del polaco Krzysztof Zanussi. A partir de esta película, reflexiona sobre las posibilidades de contar distintas historias a partir de un mismo asunto y, de ese modo, esboza la trama de una novela.
…
Curiosidad por una vieja película de Krzysztof Zanussi, Iluminación. Seguramente por efecto del título. Un joven alumno de ciencias abandona la carrera y por hambre se convierte en objeto módico de investigación científica promedio: la medicina lo somete a electroencefalogramas, investigación del sueño.
Adelantándome al desarrollo de los hechos, imagino que los sueños del protagonista serán insignificantes, se perderá en la creciente injuria de las obligaciones de la vida (“No seré Einstein”). La iluminación, entonces, debería ser la comprensión de la pérdida de las ilusiones iniciales, aunque el acápite, a cargo de un viejo científico polaco que habla a cámara, le explica a los espectadores el sentido que San Agustín le da a la palabra: menos como un estado de éxtasis místico que como una intensificación de la inteligencia que permite discriminar los grados de la divinidad y colocarse en una situación de pureza.
Sigo viendo. La película avanza bajo la figura de “estaciones”. No hay tramas ni desarrollos. Debate con un médico amigo: si no hay separación entre cuerpo y alma, y el cuerpo es el soporte material del alma, ¿por qué intervenir brutalmente en ese soporte y someter a los esquizofrénicos a un electroshock? Antes, un experimento de especies: se inyecta líquido cefalorraquídeo de un esquizofrénico en una araña. La araña teje telas deformes.
Por una pequeña astucia de Zanussi, creo que es el protagonista quien ingresa en la progresión: ya no sólo registran gráficamente las variaciones de su sueño; ahora la medicina interviene quirúrgicamente en su cerebro. Luego, advierto que no se trata de él; no todos los polacos son iguales, ni siquiera parecidos. El protagonista es el testigo y: no es la luz del escalpelo la que penetra en su cerebro.
Esa pequeña sorpresa lleva a preguntarse por qué el director abre ese hiato, qué significa para él esa separación. O mejor: ¿por qué plantea esa diferencia? Una película que lleva un título como ese, plantea desde el inicio un problema de competencias. Si el director fuese, digamos, borgiano, se propondría desde el inicio defraudar delicadamente las certezas de su espectador, situarlo en la comprensión de que la suya es una obra que merece ser atendida no por lo que permite confirmar sino por lo que impulsa a averiguar. (Una segunda visión incorpora al recuerdo inicial la conciencia del respeto o el fastidio que las sorpresas y los desvíos inesperados produjeron en la primera).
Si el objeto a considerar es el tránsito a la iluminación –si lo hubiera desde el principio no habría relato sino estasis–, el único propósito que puede plantearse Zanussi es el de la decepción a la que se arribará en el punto de llegada. No habrá iluminación posible, me digo. Y no la hay, salvo en lo iluminadora que resulta esa decepción.
Zanussi es un director respetable. Su filme tiene las marcas de la época en que fue hecho, 1972. El protagonista, cuyo nombre desconozco y a quien no vi en otra película, tiene el aire de esos buenos mozos intensos y atormentados, con anteojos de intelectual: una cruza de Trintignant y James Dean, que hacen drama de su inexpresión, por lo que –ahora deduzco– es lógico que su pasión ascética por el triunfo como físico derive en algún momento a la pasión por contemplar la forma del mundo bajo la figura de lo que es y no de la captura de una oportunidad, ganada o perdida.
Es lo que le ocurre al personaje, finalmente. Accede a la única iluminación posible. Ramas flotando en un río marrón, su hijo jugando con la arena, su mujer tejiendo, y él, aterido, vestido con una malla de lana gruesa, ríe como un idiota, achinando los ojos mientras mira fijo al sol sucio.
¿Cuál sería la historia que contaría yo si con ese mismo asunto escribiera una novela? El relato derivado sería, entonces, el de un sujeto que espera una ascesis mística de orden personal, su autoelevación por la vía de una idea genial que le permitirá ser mundialmente reconocido (“Seré Einstein”), arriba de pronto a una iluminación negativa: descubre que toda su vida será una sucesión de estados de grisura, el aura mediocritas . Eso le parece liberador. El sueño de la diferencia que viviera antaño le permite descubrir la maravilla de lo ordinario.
Lo real es una calesita de sorpresas comunes: descubre el amor, el sexo, el mundo del trabajo (antes, era estudiante o ladrón: la excepcionalidad le había permitido ciertas licencias de conducta). Se casa. Un día, de vacaciones con su mujer en Mar del Plata, jugando a la ruleta (no gana ni pierde grandes sumas) tiene una “iluminación positiva”, una idea genial, de orden matemático. Esa será su perdición, porque a partir de entonces tratará de probar lo que nadie está dispuesto a admitir. Ni sus colegas, ni el propio autor, que se limita a exaltar el descubrimiento sin brindar las pruebas de su valor. Para el mundo, su descubrimiento será una imbecilidad.
El sostendrá hasta el fin que el presente no tiene parámetros para juzgar el resultado al que arribó. Pasa los años en esa insistencia, hasta que la olvida. Desde luego, Dios no aparece en su rescate, ni siquiera en el momento último. Su destino ha sido descubrir que no hay esplendor sino opacidad, incesantemente.
…