Luis Chitarroni, jurado del Premio La Bestia Equilátera de Novela, es entrevistado por Patricio Zunini en el marco del ciclo “El escritor y su obra”, de Eterna Cadencia. A partir de “Peripecias del no”, la nota empieza un recorrido literario que atraviesa estilo, novela y obra, y en el que la histeria y la neurosis obsesiva van delimitando el territorio.
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—La propuesta del encuentro es tomar un libro como plataforma para hablar del resto de la obra del autor. En la charla anterior, Germán García habló de Cancha rayada; a Luis Chitarroni le propusimos hablar de Peripecias del no. Pero en realidad uno podría hablar de Siluetas o de El Carapálida.
—El hecho de que los libros hayan sido tan esporádicos hace que la crítica no lo advierta, pero Peripecias del no nace en Siluetas: nace en una silueta que se llama “William Hardy”. Yo escribía siluetas por encargo; era un encargo muy poco riguroso porque lo hacían Dorio y Caparrós, quienes dirigían la revista “Babel”, y aún con mayor indulgencia Guillermo Saavedra. Yo sabía que para el 18 del mes iba a recibir un llamado: “¿Está la silueta?” Y yo iba a mentir e iba a decir que sí. Y en el caso de esta silueta en particular que se llamaba “William Hardy”, que era un escritor inglés que había descubierto hace poco tiempo, yo no tenía ningún dato, entonces inventé un cuento a partir de restos diurnos que me habían quedado de un corrector a quien yo había conocido en la década del ´80. En la década del ´80 yo laburaba en una revista… Nunca gané mejor plata que en la época de Martínez de Hoz, lamentablemente tengo que decirlo. La revista tenía un director peronista que me pagaba doble aguinaldo y un aguinaldo más en equipos de música. Yo tenía que traducir panfletos de audio y podía escribir sobre música rock todo lo que quisiera. En la revista escribía un señor muy raro que se sentaba como los cowboys y me diagnosticaba “Usted se va a suicidar Pavese”. Me llamaba Pavese. No sé si yo evocaba en él la idea de Pavese, pero la idea de Pavese no es muy alentadora para un escritor porque efectivamente se suicidó. Se suicidó por amor. Y yo tomé a ese hombre como personaje y le puse un nombre inventado, que era Eiralis —a partir de un anagrama de Salieri— porque yo pensaba que era un hombre muy resentido, actuaba a partir de la envidia. Probablemente fuera una defensa que diagnosticara mi suicidio. Entonces escribí esta silueta con este personaje imaginario poniendo del escritor en cuestión lo muy poco que sabía de él y encerrándolo dentro de esta forma de relato. El relato me permitía disimular esa falta de información. Creo que esas formas enmascaradas son lo que le conviene a un escritor en ciernes porque es muy difícil entrar en la escritura con una ficción entera, sobre todo en un país donde no hay revistas que publiquen ficción salvo revistas muy ocasionales. Escritores como Salinger, como John Updike vivían de lo que escribían. Acá es imposible, salvo en algunas revistas como “Adán”, que tomaba el modelo de “Playboy”. Pero a mí no me tocó vivir esa época, de manera que el único modo de hacer entrar la ficción a una revista era infiltrándola y así publiqué este cuento en “Babel” y que después en El carapálida retomara este personaje, Víctor Eiralis, para pensar Peripecias del no.
—Sobre Peripecias del no escribí un pequeño texto que tiene algunas pistas para leerla. No para explicarla porque una novela de este estilo no se agota en mil caracteres:
Hay una idea borgiana —con perdón por mencionar a Borges antes de decir cinco palabras—, una idea, decía, de totalidad borgiana según la cual toda la literatura puede ser leída como texto único. Esta premisa genial actúa directamente sobre el lector: después de conocerla uno ya no vuelve a leer de la misma manera; pero también sobre los escritores: bastaría con borrar las firmas para que se mezclaran en una confusión totalizadora.
Las firmas, los nombres. Luis Chitarroni comienza la erudita y borgiana Peripecias del no con el problema de los nombres: «Los nombres», dice, «son los que están desde 1986 o antes», y enumera: «Nicasio Urlihrt, Hilarión Curtis, anagramas». Gracias a la ayuda de un lector (Quintín; que definió a Peripecias del no como “la novela más difícil del mundo”), uno comprende que esos nombres eran anagramas de Luis Chitarroni. No es el único juego con los nombres, que a lo largo del libro se vuelve artificios: qué valor tiene Frah Ann Jellicoe, Annick Bérrichon, Ricardo Neira y César Quaglia, Edgar Lee Meaulnes, un país que tiene como moneda los check feckless coins o chejfecs, Henry James, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Beerlbohm y Enoch Soames. (¿Sabía Chitarroni que iba a publicar Peripecias del no en 2007, exactamente el año al que el diablo lleva —al futuro— a Enoch Soames para que sufra la condena de saberse un escritor olvidado? Yo tengo la teoría —incontrastable— de que Beerlbohm escribió ese cuento basándose en Enterrado en vida de Arnold Bennett, que en realidad se llamaba Enoch Arnold Bennett, y que cuenta la historia de un pintor que simula su muerte).
La muerte del autor. Chitarroni, que tuvo en Siluetas su versión deHistoria universal de la infamia tiene en Peripecias del no su versión de literatura total. El subtítulo de Peripecias del no es “Diario de una novela inconclusa”. Falso diario. Falsa novela falsamente inconclusa: así como Bouvard y Pécuchet sólo podía publicarse en forma póstuma, Peripecias del no también debería haber sido así. No habría otra manera de terminarla si no con la muerte del autor.
No. Ese “NO” que Chitarroni grita interrumpiendo las tramas, que tartamudea la escritura, que obliga a recomenzar y que, como una lamparita, se prende y se apaga hasta quemarse, también puede leerse como acrónimo —si hemos interpretado anagramas, por qué no interpretar acrónimos— de Neurosis Obsesiva. Una amiga me explica: “El mecanismo de la neurosis obsesiva está determinado por el proceso de desplazamiento, y esto es lo que hace tan variable la meta a la cual está dirigido el acto”. El éxito de Peripecias del no está en mantener ese desplazamiento. Pero Chitarroni, a diferencia de otros escritores que encuentran el éxito en el fracaso —por ejemplo: Levrero en su Novela luminosa—, se impone el fracaso en el fracaso: dice Eiralis —anagrama de Salieri— bastante al comienzo «Le conviene empezar a fracasar antes de que el error le haga creer que tuvo éxito».
Peripecias del no puede ser una novela inconclusa, puede ser un diario neurótico, puede ser una idea borgiana. Es una aventura en la que nos metemos y nos dejamos llevar aunque la mayor parte del tiempo no sepamos bien hacia dónde vamos.
—Te agradezco mucho tu desciframiento. Sí, sin duda, aparte del apotegma borgeano, yo partía de una idea de Cabrera Infante que dice “literatura es todo lo que sea entendido como tal”. Es decir Cabrera es como un Abraham Lincoln de la prosa que libera la esclavitud de los géneros y entonces basta con que uno lea de determinada manera un artículo periodístico y lo transcriba para que eso se pueda convertir, por esa alquimia, en literatura. Está ese presupuesto borgeano y está ese otro presupuesto, que me temo que mi fanatismo por Cabrera Infante haya sido inconducente. Cabrera Infante, para mí, es un escritor absolutamente borgeano. Pero lamentablemente —o generacionalmente— no se leyó tanto Cabrera Infante. O a lo mejor fue también por la condena que cae sobre él de ser un escritor contrario al régimen. Él fue contrario al régimen cubano después de apoyarlo. Eso lo diferencia mucho de los gusanos. No se fue de Cuba por una cuestión económica, se fue por una cuestión ideológica real. Acaba de salir un libro suyo, Mapa dibujado por un espía, y es una rara cuestión de cómo la obra se completa más allá de la muerte del escritor y cómo la obra demuestra la rara continuidad de las aventuras literarias de un escritor. Yo leí en los ‘70 un reportaje a Cabrera Infante en el que hablaba de un libro que no podía resolver: parece que la cuestión de las regalías póstumas puede resolver cualquier cuestión que el escritor no pueda resolver y la viuda hizo publicar este original que él llamaba Ítaca vuelta a visitar con la licencia gramatical de no poner la preposición, ese Ítaca vuelta a visitar es Mapa dibujado por un espía y ese es el libro que no pudo resolver en vida.
—Mencioné Bouvard y Pécuchet, que es el que Flaubert no termina. Cuando leía Peripecias del no pensaba que este libro se tendría que haber publicado póstumo.
—Es póstumo y la traducción al inglés lo demuestra, porque es un libro que de alguna manera comporta la muerte de su autor. No se sabe muy bien quién es el autor. Vos decías lo de la neurosis obsesiva: yo creo que a mí me salva, como lo salva a Guebel pero no a Chejfec, un rasgo de histeria femenina que finalmente nos hace descartar tanta neurosis obsesiva. Creo que era Pichón Riviére el que decía que la histeria no era otra cosa que el traje de luces de la melancolía. Bueno, por lo menos es un traje de luces y por lo menos durante un rato hay un brillo que desconcierta. Creo que pensar en Peripecias como un relampagueo es lo que salvó de la idea exhaustiva de esta novela, que empezó llamándose Las equis distantes.
—¿Ese era el título de la novela?
—Exactamente. Empezó como una gran novela acerca de un grupo literario que había existido en la Argentina del que no habían quedado rastros, pero quedaron las revistas que hicieron. Entonces la heredera, que es la mujer de Nicasio Urlihrt, va a proponerle a un editor bastante codicioso hacer una antología de la compilación de esa revista. El editor no está muy conforme pero queda seducido por la viuda, decide hacer la antología y le encarga el trabajo a Víctor Eiralis. Víctor Eiralis ha trabajo un poco de soslayo como corrector y odia a cada uno de los que hicieron esa revista, entonces se propone dilapidarla con sus comentarios y con sus notas al pie. Esa era la idea original de Las equis distantes. Con el tiempo mi impaciencia y mis brotes histéricos hicieron que yo la hiciera explotar antes de tiempo porque había leído también en Giordano Bruno una cosa muy linda que dice que los proyectos muy cerrados tienden a terminar por implosión, devastados, y yo dije “Voy a hacerla explotar antes de tiempo y trabajar con los fragmentos y las esquirlas que quedan”. De algún modo, el diario me permitía ir levantando estos residuos de la novela. Cuando leí la traducción al inglés, que tiene, además, un prólogo, el libro cobra aún mayor verosimilitud porque tiene ese efecto póstumo. Ese efecto como de libro compilado por otro.
—La semana pasada leí un libro de Ennio Flaiano…
—Extraordinario, era guionista de Fellini. ¿Diario nocturno?
—Sí: son los cuadernos que publicó antes de morir, pero son unos cuadernos en los que escribía caprichosamente. Tal vez porque ese libro me gustó muchísimo, al leer Peripecias del no pensaba que tiene la libertad de Flaiano.
—Un gran, gran escritor que les recomiendo. Yo lo leí de muy joven porque lo editaba Seix Barral y tenía el prestigio de ser un guionista de Fellini. En ese momento era el apogeo de Fellini. Es de una absoluta libertad y es uno de los mejores cronistas, sin ser naturalista, de la Roma nocturna. Tiene una novela muy breve que yo quería hacer en La bestia equilátera que se llama Biografía del azul de Prusia, que es perfecta. A la vez es un gran escritor, un corredor de larga distancia y es un gran escritor de fragmento. El fragmento es una cosa difícil de soportar a menos que seas un Canetti o un Lichstenber. A menos que seas un emisor muy preciso e inteligente, el aforismo es un emisor de sabiduría constante y a cualquiera lo aburre un Sábato en estacato. Lo que tiene genial Flaiano es que es un tipo que puede escribir un fragmentito delicioso y después hacer una crónica de una noche con los productores norteamericanos y divertirte en los dos casos.
—Creo que Bioy una vez dijo que quería poner en todos los renglones de una novela una idea fuerte, una oración con peso, y se dio cuenta después de terminar la primera hoja que era insoportable.
—Claro. No se puede ser sublime sin interrupción, dijo Baudelaire. A mí el carácter fragmentario me gustaba, pero lo quería en Peripecias interrumpido con lo narrativo. Eso era lo más difícil, la transición. Eso lo observa bien Flaubert cuando escribe Madame Bovary como dice Bioy. Flaubert quería escribir una especie de prosa perfecta, pero se da cuenta que para que sea perfecta tiene que tener secuencias muy monótonas, de poca transmisión de información o de poca transmisión de pensamiento. La novela en sí es un desafío, no solo porque tiene que tener una buena historia, sino porque hay que saber mantenerla. A Flaubert le ocurre con felicidad en Madame Bovary, pero en Bouvard y Pécuchet, porque la tentativa es tan absoluta —por algo es el libro favorito de Borges— que son dos personas que quieren acumular toda la sabiduría del mundo y se ponen a estudiar todas las cosas de este mundo, eso produce una especie de hastío en el lector, que no puede pasar de la botánica a la astrofísica. (No sé si hay astrofísica, creo que no).
—Cuando uno te lee, lee a una persona erudita: alguien capaz de vincular el jazz con Lennon, con algún filósofo alemán y en el medio hacer la gran Borges, que es meter el dato falso, que entra perfecto. El dato falso también juega. La mayoría de las veces uno, como lector, hace un acto de fe, se deja llevar.
—Pero quería atentar contra eso, en el sentido que la presunción de erudición termina dañando a un escritor. Terminó dañando a Borges, que no era un erudito. En realidad, era un hombre de extrema inteligencia que podía extraer un dato que tal vez uno, leyendo mucho más que él no puede extraer. Pero me di cuenta que la impostura del saber… esto lo comprobé con mi hijo: yo le había contado una vez a mi hijo que Lévi-Strauss había viajado a Brasil a estudiar a los cro y a los bororo que eran las tribus y no sé por qué motivo le conté que había un sociólogo ruso, Sorokin, que había descubierto en las tribus norteamericanas que el mejor guerrero es el contradictorio, el que puede hacer lo que se le cante, es completamente arbitrario, puede ir con el caballo al revés porque es el gran guerrero. Mi hijo haciendo un sincretismo repentino para engañar algún profesor dijo que los cro y los bororo contaban con un guerrero superior que podía hacer absolutamente lo que quisiera. Y se lo creyeron: cualquier articulación hecha con algunos elementos del saber, más o menos verosímilmente, es creíble. Me parece que uno no debe abusar eso. Uno debe ser muy moderado porque es muy feo engañar. A esa conclusión llegué tal vez un poco más tarde que lo que llegan algunas personas más morales. Es muy feo hacer creer lo que no es cierto, yo creo que hay una esencia ética en lo bello y en el bien.
—Pero sos escritor, y “el escritor miente”.
—El escritor miente y es cínico, es cierto, pero no debe perder esa ilusión. Yo creo que cardíacamente, a pesar de nuestras mentiras, tememos el castigo. Hay una novela extraordinaria y gozosa que es una gran novela sobre la nada que se llama La orquesta de cristal, de Enrique Lihn. Es una gran construcción hecha retóricamente sobre la nada y creo que eso ya se hizo. Mi generación lo intentó bastante y ahora hay que encontrar otro rumbo. Quien cumple ese requisito absoluto de identidad de lo bello y lo cierto es, a pesar de los simulacros, Borges. Creo que es un gran escritor ético. No Sabato, que lo hizo creer todo el tiempo. Junto con esta presunción de lo bueno, lo bello y lo cierto existe esa propensión horripilante del escritor a querer pasar como buena persona, que era lo de Sabato. Sabato estaba pensando íntimamente en sí mismo, como todos. Y bien se notaba. Creo que hasta firmó algún ejemplar del Nunca más, que no era su obra.
—El prólogo era de él.
—Bueno, está bien, el prólogo, pero no corresponde autografiar.
—Me pasa cuando leo un prólogo o un texto tuyo al que le crecen llaves, signos, paréntesis, que me hace volver a atrás, volver a leer. Pero, ¿cómo tomás el “¡Qué difícil es Chitarroni!”?
—Para mí, que un escritor sea difícil siempre fue un estímulo, por esa frase de Lezama Lima: “Solo lo difícil es estimulante”. Si no, lean a Lezama Lima: no es difícil, es dificilísimo. Joyce también es dificilísimo. Ojo, no quiero compararme pero hay muchos escritores –Gada, Arno Schmidt— que no quieren ser sencillitos, no pueden. Yo no puedo ser sencillo, no puedo escribir Platero y yo. No creo que haya un burro bueno, blanco, sensible y peludo que me conmueva como para escribir un libro, pero eso no me hace mejor ni peor que Juan Ramón Jiménez que, por otro lado, como poeta, es un poeta bien complejo. ¿Cómo dice El principito? «Lo esencial es invisible a los ojos». ¿A qué va a ser invisible algo sino es a los ojos? La sencillez está llena de obviedad, eso es lo que dice Barthes, lo que oscila entre lo obvio y lo obtuso. No queremos ser sencillos como las buenas gentes. La literatura no es sencilla. Shakespeare es complejo. No sé quién inculcó esa idea de que la sencillez es buena. ¿Es buena para qué? Leamos a Kafka, leamos lo complejo que es sin corchetes ni nada. Puede ser que mis corchetes sean una exageración tipográfica. Eliot decía que estaba lleno del si de la conjetura y de la objeción. Cuando yo escribo una oración enseguida aparecen como de refilón estos hachazos.
—Que son como pensamientos laterales.
—Claro. Ojalá yo pudiera decir “Se hizo la luz” y ser verosímil.
—Para volver a Borges, Borges decía que en el idioma faltaban signos.
—Claro, exactamente. Eso lo encontré en Arno Schmidt.
—Alguien que abre dos puntos y al lado pone otros dos puntos…
—Es como una doble equivalencia. Muchas veces logra alterar la conversación que existe entre las dos proposiciones. Logra alterarlo significativamente. Uno también aprende mucho oyendo leer. Fogwill era un tipo cuya elocuencia le daba la vida a un texto que a lo mejor uno había leído sin haberle prestado atención. En los tempranos ‘70, Philip Soler, Telker, habían puesto de moda la escritura sin signos. Yo creo que eso dificulta muchísimo. Es como la parte menos rica del Ulises, que es el monólogo de Molly Bloom. Poner todo en esa especie de albóndiga en la que todo se mezcla…. Borges decía también que él –y lo decía también de Kipling— había empezado con fórmulas muy difíciles como la Historia universal de la infamia y había terminado con los cuentos más sencillos del Informe de Brody, donde podía escribir, tal como decía Kipling, como un viejo con oficio que puede imitar lo que hace un joven con genio. Él atribuye al oficio el hecho de poder escribir como una persona genial. Henry James no tiene siempre la misma complejidad que al final. Kipling, elogiado por Borges por la sencillez, puede llegar a ser tan complejo como Henry James. ¿Cuál dirían ustedes que es un ejemplo bello de prosa sencillo? Yo no doy tan fácilmente con alguno, salvo Rulfo. Pero en realidad hay muchísima elaboración secundaria en Rulfo. Cabrera Infante cuando imita a Hemingway, no Hemingway. Chandler es un milagro de complejidad en sí mismo. A mí no me gusta Soriano, y no quisiera hablar mal de él, pero una relectura de Triste, solitario y final es tóxica. Y es tóxica en relación al modelo que él toma, no entiende el modelo que toma. La relación de Soriano-Chandler es muy perniciosa si uno cree que Soriano está entendiendo el policial negro norteamericano. Pero también crea un efecto rápido de pedagogía en quienes enseñan lenguaje en los colegios que lo toman como ejemplo. Muchas veces uno ve cómo opera la estupidez de la pedagogía sobre la literatura.
—En Peripecias del no empieza un texto y después decís “No, esto es como un James mal traducido”.
—En el libro hay un intento de escribir un cuento a lo Henry James, hay una anécdota real de Henry James en la biografía que hizo Leon Edel. Henry James se ve forzado en un momento a echar a los que cuidaban su casa de campo en Inglaterra porque se dan cuenta que son un alcohólicos. Eso yo lo relacioné con un cuento extraordinario de James que se llama “Lo real” en donde un pintor, para pintar lo real, para pintar a dos duques aristócratas, selecciona a dos sirvientes. Quienes mejor representan esa posición son precisamente los mayordomos. Y con eso intenté armar un texto que tuviera las obstrucciones sintácticas que suelen tener los cuentos tardíos de Henry James. A medida que avanzaba me resultaba cada vez más fácil de hacer y más insostenible. Porque era como una introducción, era como una traducción dentro de la lengua de Henry James, el que yo había leído y que había traducido mejor que nadie José Bianco. Entonces me hacía parar y decir “No”, que es ese neurótico obsesivo que vos detectas.
—En Peripecias del no hay imitaciones, parodias, juegos. ¿Tu estilo es ese: avanzar a través de juegos? ¿Dónde decís “Este soy yo”?
—Creo que es complejo decidir dónde está la voz. Pero eso era muy deliberado. Esto que vos señalabas, el artificio del exceso de tipografía. Yo escribo así en borrador.
—Doy fe: cuando Luis vino a presentar un libro de Levrero, yo le pedí el texto para el blog y del texto crecían textos paralelos que tomaban casi toda la hoja.
—No es una jactancia, es algo que te pasa. Hay una arborescencia que va armando lo que crees que son sistemas, algunos después son callejones sin salida. No es que uno encuentre a cada rato un pasadizo que te conduzca a Arcadia. Una vez me pidieron un prólogo para un libro y para apaciguarlos, para que se convenciera de que lo estaba escribiendo le mandé lo que tenía hasta el momento, que estaba lleno de estas cosas pero que después yo me ocupaba de sacarlos. En Peripecias del no los dejé porque me daban ese efecto de novela inconclusa, daban ese efecto que vos bien detectaste como póstumo. Esto quedó interrumpido indefinidamente, la última interrupción es la muerte. La musa solícita que se le presenta finalmente a Víctor Eiralis es finalmente la muerte. Y finalmente Eiralis es el último narrador.
—El año pasado estuviste en las charlas sobre Bolaño en El Ateneo hablando sobre Literatura nazi en América, primer libro de Bolaño, que es una reescritura de Historia universal de la infamia y ahí señalaste que tanto Borges como Bolaño tomaban la biografía del personaje, el perfil o la composición del personaje como algo infame, como algo negativo. En Siluetas sucede eso, pero también en Peripecias del no, porque cuando se habla de los personajes de la revista se lo hace con cierta malevolencia.
—Absolutamente. Creo que la visión de Bolaño de la literatura es buena, en el sentido de que es cínica inter pares, no cínica en relación al público. Es cínica entre pares: “no se crean que este es un juego no taimado”. Me acuerdo de una anécdota de John Cage: Cage, aparte de músico, era un especialista en hongos, sabía muchísimo de hongos y podría haberse dedicado a eso. En un momento está con otro experto en hongos y le dice “Qué lindo es este mundo porque no hay la competencia que hay entre los músicos”. El otro lo mira un poco desconcertado. Cage le dice “Mirá, este hongo es un fungus smithsionano”. Y el otro: “¡No menciones a Smithsonian que no lo aguanto!” Es decir: en todos los mundos privados existen odios y eso lo refleja muy bien Bolaño.
—En Estrella distante, por ejemplo, se ríe de Zurita.
—Y, penosamente, en otros se ríe de Bianco. Mal. No creamos que es un mundo de bellas almas. Me acuerdo de una chica que decía “Yo no puedo leer un cuento más que sea un cuento sobre un escritor”. Si uno lee a James está lleno de cuentos sobre escritores. “La próxima vez” es el cuento de un escritor que quiere escribir la obra de otro. De alguna manera lo retoma Martin Amis en La información. Hay una escritora muy cursi, muy blandengue, que escribe libros que tienen mucho éxito y hay un escritor muy oscuro que nadie entiende. El escritor oscuro quiere escribir un libro de éxito como la escritora blandengue y la escritora blandengue quiere escribir un libro de calidad como el escritor oscuro, ninguno de los dos logra ese propósito. Y además son cuñados. El cuento lo narra un crítico.
—No sé si notaron que yo le hago una pregunta y termina hablando de escritores y no de sí.
—¡No hay sí mismo! Hay una cuestión que vos planteas, pero que es muy difícil de determinar, sobre qué es un estilo y la eficacia de un estilo.
—Bueno, en el texto introductorio yo decía que si borrásemos los nombres la literatura se convierte en algo totalizado, pero es falso porque los estilos…
—Los estilos son los que predeterminan la eficacia de cierta ironía, de cierto humor….salvo Borges que hace una operación extraordinaria en un texto que se llama “Las versiones homéricas”. Hace una cosa que yo no le he visto hacer a nadie. Él, traduciendo a los traductores de Homero da como el estilo del traductor. Es decir, traduce el estilo, no traduce el texto. Eso es algo muy difícil de hacer. Borges es el escritor más inteligente dentro de la literatura, más inteligente que Joyce, que Kafka porque desde muy temprano descubre de qué se trata esto. Eso no quiere decir que eso lo lleve más allá que los otros. Lo lleva más allá si uno quiere entender qué es la literatura y qué es la crítica literaria. A Borges la realidad le pasaba un poco inadvertida o lo afligía, se enamoraba de mujeres que no le hacían caso… En “Pierre Menard, autor del Quijote” llega a un punto absolutamente vertiginoso. Escribe que Cervantes dice: “La verdad, la madre de la historia” y Pierre Menard, en cambio, dice “La verdad, madre de la historia”. Pone el mismo texto y en dos contextos diferentes quiere decir todo lo contrario. Es decir, es difícil decir si Lanata tiene buen estilo o Soriano tiene buen estilo, en principio yo diría que no. Que estilo tienen César Aira, Daniel Guebel especialmente.
—A pesar de que Guebel escriba todos los libros distinto.
—Estilísticamente hay una unidad, uno puede oír la resonancia y la vibración literaria que lo anima, es como una poderosa codicia literaria. Dani Guebel es como uno de los escritores de “La próxima vez”: escribe pensando que su próximo libro va a ser un gran éxito comercial y escribe cada vez más complejo y más literario. Eso es fantástico. Y eso lo produce un país como la Argentina. El querría que alguno de los libros se vendiera como el de Andahazi cuando fue prohibido por Amalita Fortabat, sin advertir que muchas veces en la Argentina tiene que ver con algo completamente extraliterario. Es muy difícil. Borges y Bioy no fueron best-sellers nunca. Ni ahora. Best-seller era Silvina Bullrich, eran otro tipo de escritores.
—Hablemos de Nabokov: Nabokov debe ser una de tus pasiones.
—Absolutamente. Nabokov es un escritor que arruina a cualquiera porque es tan dotado, es tan genial. Tiene una maldición que pesa sobre él que es el ingenio. Es casi incapaz de no ser divertido.
—La verdadera vida de Sebastian Knight, que es un libro que tuvo un recorrido raro…
—Mirá que cosa linda: el momento en que Nabokov empieza a inventar escritores coincide con el momento en que Borges comienza a inventar escritores, y los dos son del mismo año: de 1999, del último año del siglo XIX.
—Sebastian Knight me hace acordar un poco a vos. Es una novela maravillosa. Sebastian Knight es un escritor y hay una escena en la que entra el secretario y lo encuentra tirado en el piso.
—En éxtasis.
—El secretario se asusta, pero Sebastian le dice: acabo de crear un mundo y este es mi séptimo día.
—Es un gran gran libro, un poco olvidado. La primera edición es de Sur y creo que la traducción es de Enrique Pezzoni. Nabokov era un obsesivo real, sin casi destello histérico. La novela tiene una especie de puesta en escena ajedrecística. Knight, que en inglés es caballo, está contrapuesto por el amor de su vida que se llama Elizabeth Bishop. Bishop es el alfil y cruza en diagonal toda la novela. Sinceramente si yo hiciera hoy una recomendación: Sebastian Knight es un libro precioso. Hay una cosa curiosa entre Nabokov y Henry James que en algún momento se parecen: los dos son escritores que inventan mundos en los que los escritores a su vez inventan mundos, pero en Henry James jamás hay descripción de la obra del escritor, en cambio en Nabokov están descriptos cada uno de los argumentos y las vicisitudes de las novelas que los escritores inventaron.
—¿Y Pálido fuego?
—Pálido fuego en términos de técnica novelística es lo más grande que se escribió jamás. Es un poema en 999 endecasílabos –ahí yace el primer chiste: quiere decir que el último no está- de un poeta que se llama John Shade que es un poeta calcado de Robert Frost. El poema es perfecto y cuenta una historia relacionada con la biografía de este poeta que ha tenido una hija a la que le faltan 100 para el gramo, digamos, y que es muy fea. El poema gira en torno a esa hija que es como una herida viva del poeta y la relación de esta niña con el mundo espiritual y de las ánimas. Este poeta que ya tiene mucha reputación recibe la visita de un exégeta, que interpreta todo el poema como si estuviera relacionado con él, el paralelismo y el contraste entre los textos es lo que más me ha hecho reír en la vida, más que los hermanos Marx, más que Capusotto, es extraordinario. Lo que sí, es difícil de lectura porque es un poema que en inglés es muy superior porque está escrito en rimas entre los pareados. Aurora Bernárdez lo tradujo maravillosamente, pero sin poder lograr estos prodigios. Es el libro que más tiempo le llevó componer a Nabokov.
—Hago una pregunta más: una pregunta que tiene que ver con los nombres.
—O sea: para vos el libro es como cementerio donde hay epitafios.
—Bueno, está Edgar Lee, pero vos le pusiste Meaulnes.
—Por el gran Meaulness. Cuando comentó El carapalida, Beatriz Sarlo lo comparó con El gran Meaulnes. Yo debo agradecer a las grandes críticas argentinas, Beatriz y Ludmer. Cuando Beatriz me dijo “Es otra novela más de desciframiento, ya nadie lee eso”, tenía razón.
—Para cerrar esa pregunta que iba a hacer, yo hablaba de los nombres, pero no como una forma de epitafio, como una forma de borrarte vos. De hecho aparecen anagramas desde el primer párrafo.
—Me gustan mucho los nombres y los títulos. A mí hay títulos que me hacen olvidar que el libro fue escrito. Ítaca vuelta a visitar me parece tan maravilloso que lo repetiría como un mantra, ¡Absalon, Absalón!, As I lay dying. Creo en un poder exorcizador de la palabra que proablemente no tenga.