“A veces me pongo a pensar si existirá, en alguna otra parte de Argentina, una ciudad más idealizada que Mar del Plata. Idealizada por los turistas, pero también por los propios marplatenses. El que le puso de apodo la `Feliz´ hizo una joda, y quedó.”

Nicolás Hochman estuvo hablando de su novela “Los Casquivanos” en el diario La Capital de Mar del Plata, y esto fue lo que pasó.

 

 La Capital 2La Capital1 

 

Paola Galano: Lo primero que aparece cuando pienso en tu novela es en el cine. Hay conceptos del cine que sirven para aplicar a esta historia: el de película coral, por ejemplo. Haciendo una analogía, se puede decir que esta es una novela coral: muchos personajes sin que ninguno tenga protagonismo. Coincidís?

 

Nicolás Hochman: Sí, totalmente. Escribí la novela hipnotizado por El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, que son cuatro libros donde el perspetivismo hace que todo sea un gran juego de espejos: todas las historias cuentan una mirada parcial, subjetiva, verdadera, equivocada. De algún modo los protagonistas sienten que lo suyo es más importante que lo del resto. Pero nos pasa a todos, ¿no? Estamos convencidos de que nuestros problemas son más serios, y las angustias más dolorosas, y nuestros momentos felices más intensos que los de los demás. Todos estos personajes están muy solos, aunque vivan en sociedad, tengan amigos, trabajen, salgana divertirse. Sándor Márai escribió alguna vez que todo lo que hacemos es para no recordar que estamos solos, y me parece que un poco pasa eso con esta gente, que quiere ser protagonista de su propia vida pero, más todavía, de la de los demás.

 

PG: Siguiendo con el cine: el arranque de la novela rinde homenaje a Hitchcook y su célebre La ventana indiscreta. Un personaje espía a otro. Y hay algo de las estructuras que propone el mexicano Gonzáles Iñarritu en sus filmes.

 

NH: Cuando empecé a escribir Los Casquivanos, a los 25 años, no tenía idea de que existiera esa película. De hecho, originalmente la historia iba a estar centrada en esa relación voyeur-exhibicionista de dos. En algún momento alguien hizo este mismo comentario, por suerte, y pude transformar el plagio inconsciente en un homenaje. Pero qué finito es el límite, eh.

 

PG: Por qué elegiste esta estructura, en la que los personajes están vinculados a un hecho concreto: el choque de dos vehículos de entretenimiento, los llamados “trencitos de la alegría”.

 

NH: Lo que quería contar era la miseria humana de un grupo de gente, que podría ser ése como cualquier otro. Pero no quería una historia triste, ni con golpes bajos, sino con mucho color. Me gusta mucho trabajar con contrapuntos, y en ese sentido, que hubiera un trencito de la alegría con muñecos fajándose era completamente funcional al relato, porque esa pelea bizarra, grotesca, absurda, le daba mucha más fuerza a los dilemas de los personajes. Hay una frase de Gombrowicz que me gusta mucho y que define un poco cierta esencia de lo que buscaba transmitir: “Es imposible asumir todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con masas durante la merienda. Sentirse angustiado por la nada, pero más ante el dentista. Ser una conciencia en pantalones que conversa por teléfono. Ser una responsabilidad, que anda de compras por la calle. Cargar con el peso de la existencia significativa, darle sentido al mundo y dar vuelto de un billete de diez pesos”.

 

PG: La tesis de la novela es que la adultez está teñida por la máxima de vender los sueños de la juventud para poder sobrevivir?

 

NH: Creo que no. No lo sé. Tal vez en unos años un tesista demuestra lo contrario (risas). Me parece que varios personajes atraviesan por esa disyuntiva y consideran seriamente esa posibilidad. Y alguno la pone en práctica. Pero en general sospecho que son una bomba de tiempo (como vos, como yo), y que la escena de los trencitos chocando y todo lo que viene después les despierta a unos cuantos al niño dormido. Ojalá tuviéramos eventos así más seguido. Son cosas que detonan algo, que movilizan.

 

PG: La imagen de Mar del Plata que aparece representada es la de cierta decadencia, cierta cosa masiva y rancia que se concretiza en el tren “Los casquivanos”. Uno de los personajes se despide  diciendo “desde la ciudad que chorrea grasa…” Por qué decidiste encarar el relato de tu ciudad desde esa crítica?

 

NH: A veces me pongo a pensar si existirá, en alguna otra parte de Argentina, una ciudad más idealizada que Mar del Plata. Idealizada por los turistas, pero también por los propios marplatenses. El que le puso de apodo “la Feliz” hizo una joda, y quedó. Y ojo: no digo que Mar del Plata no sea una ciudad feliz, o que los marplatenses no lo sean. Digo que es un poco fuerte convivir con esa imagen de uno mismo. Es mucha presión ser “el” feliz, “la” feliz, todo el tiempo, tantos años. Mar del Plata es una ciudad hermosa con buena gente, y otra que no. Hay corrupción, hay pobreza, hay torturadores, hay gente que tira el papelito del chicle a la calle, que no le da propina a los mozos, que no conoce el mar. Eso también es Mar del Plata. Y a mí me da la sensación de que hay un esfuerzo colectivo muy grande por demostrar y demostrarse que ahí se vive mejor, más feliz. Y la felicidad a mí, por lo menos, me queda asociada a otras cosas. La novela busca un poco trabajar sobre eso, y el hecho de que en ningún momento aparezca ni mencionada la playa no es casual, pero sí inconsciente. Es algo que descubrí cuando estaba terminando de corregirla, y que me gustó, porque Mar del Plata también es eso: la ciudad balnearia que le da la espalda a la costa durante diez meses.

 

PG: Por qué tus personajes tienen nombres tan raros? Cornelius, Sarabá, Sandor, Orestes, Karl… (Una ironía a Karl Marx, justo ese personaje encuentra mucho dinero y no sabe qué hacer con él).

 

NH: Uno de los epígrafes de la novela es de Bertolt Brecht, que era el gran hacedor del teatro comprometido. Un tipo que te prendía la luz en la mitad de la obra para que no perdieras de vista el hecho de que eso que estabas viendo era teatro, no la vida misma. En eso pensaba cuando le buscaba nombre a los personajes. Quise generar una incomodidad en el lector, en un texto donde la narración es (o por lo menos busca ser) absolutamente coloquial, mundana, con esquinas que cualquier marplatenses que haya pasado por ahí conoce. Y, por el contrario, los personajes secundarios tienden a llamarse Roberto (podrían haber sido Juan, o Domingo, o Ramona, pero son Robertos).

 

PG: Lo que parece aunar a los personajes es la crisis existencial que padecen, están entre los 30 y los 40 (a excepción de Orlando), un recorte generacional, y parecen buscar algo que no encuentran, como si la felicidad fuera un tren, justamente, que pasa por otro lado.  Muy insatisfechos. Qué podés decir al respecto?

 

NH: La peor novela de Milan Kundera es la que tiene el mejor título: La vida está en otra parte. La idea no es suya, sino que la toma de uno de los tantos graffitties del Mayo Francés. Como título me parece fascinante porque hace un doble juego. Primero te pone adelante una aseveración  muy tentadora para cualquiera que esté en el medio de algo que no le gusta. Es fácil comprar eso. Pero después, si lo pensás un segundo, ves que así como está, es un eufemismo que para lo único que te sirve es para escaparte de tu propia realidad. La vida nunca está en otra parte. La vida es esto, y con esto hay que lidiar. Un espanto, cuando no la estás pasando bien, darle ese giro y volver a donde estabas. Y sí, me parece que a estos hombres y mujeres les pasa algo por el estilo. Lo que subyace en la novela (y que me costó mucho no ponerme a teorizar, por deformación académica) es el tema de la identidad, de cómo uno nunca es uno mismo, de cómo lo que uno es se pone en juego cuando se cruza con otro. Y eso siempre es crítico, de algún modo.

 

PG: En los agradecimientos hablás de “la experiencia antropológica” que significó ser un muñeco. Cómo fue? Fuiste Bob Esponja o Barney por un rato?

 

NH: Varios meses. Cuando empecé a escribir el texto me di cuenta de que podía trabajar muy bien con lo que hacía esa gente, con lo que le pasaba; inventarles acciones y pensamientos y sensaciones aunque nunca las hubiera vivido. Porque para eso existe la empatía. Pero cuando me puse a escribir sobre el pibe que se disfraza me di cuenta de que no tenía nada. ¿Qué siente un muñeco ahí adentro? ¿Frío, calor, asfixia, aburrimiento, pánico, impunidad? Así que hablé con un productor de Buenos Aires que orgnizaba una gira al interior: treinta personas viajando en un micro iban de una planta a otra de una marca de golosinas muy importante, pasando por la mitad de las provincias los fines de semana, y armaban una especie de circlo ambulante para entretener a los hijos de los empleados. Conseguí que me dejaran ponerme los disfraces y trabajar ahí. Fui Barney, Bob Esponja, Mr. Increíble, Woody de Toy Story, Shrek y la Pantera Rosa. Lo que pasa adentro del muñeco es realmente maravilloso y horroroso. La identidad se pone en juego como en pocas cosas (sin tener en cuenta las situaciones límites, claro), y los resultados de esa experiencia están volcados en el útimo capítulo de “Los Casquivanos”.

 

 Esta nota fue publicada en el diario La Capital del Mar del Plata el domingo 8/3/15.