Rodolfo Ceballos leyó «Mil galletitas» y escribió para El Tribuno «Las subjetividades que se han descartado», un texto en el que considera a la vejez y a la niñez como lugares de marginación, y en el que, a partir de la novela, analiza estos lugares desde la producción de ideología y el psicoanálisis.
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Lo actual de la segregación del Estado y la cultura mundial es la infancia y la vejez, tomadas como inservibles.
El especialista en derecho del niño, Carlos Romano, alentó en Salta los procesos de integración del niño. Pidió «escucharlo» en su angustia y en su deseo. Y muy a la manera de un psicoanalista, opta por tomarlo como un ser hablante que puede decir su verdad, sin marginación.
El papa Francisco, por su parte, llamó a resistir la segregación a miles de adultos mayores, que él designa como la «cultura del descarte».
Estas exclusiones de lazos sociales para con la infancia y la vejez son, hasta nuevo aviso, «causas perdidas», como las describe casi como un avezado analista de personas Diego Tomasi en su primera novela («Mil galletitas» Ediciones Hojas del Sur. Buenos Aires. 2016) .
Su texto contiene literatura de precisión social y algunas metáforas que se refieren a la alienación de los sujetos que se cayeron del quicio. Habla de aquellos con el arzón flojo y ya sin montura de cabalgar, andan desarzonados por la vida.
Tomasi en «Mil galletitas» analiza a dos desarzonados: un niño que tiene como meta arbitratria y personal llegar al récord de ingerir mil galletitas y, a un viejo que sabe de su muerte próxima y escribe la novela de su vida en tiempo supersónico. Los dos son exponentes de sendas impotencias, tan actuales en sus respectivas soledades.
El niño de Tomasi, como los nuestros pero con otro tipo de «mil galletitas» aunque con otra tarea, deben deglutir el adultocentrismo del lenguaje que los habla hegemónicamente. A su vez, el viejo de la novela organiza su metáfora final, una novela para negar que se está yendo de esta vida. Y apuesta al lenguaje de narrador como activa oposición al imperativo biopolítico impuesto a los viejos, dejarlos mudos en el desván.
Estas subjetividades son «nuda vida» de las sociedades avanzadas. Sujetos descartables, son parcelas de lo real capturados por la ideología dominante sobre la infancia y la vejez.
Ese imaginario descree en el saber hablar de los niños, rechaza lo orgánico del viejo y desperdicia su sabiduría de vida. Hace un nihilismo de aquel pensamiento del escritor francés André Maurois: «El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza».
Al niño y a la vejez se les reduce cualquier espera positiva y se los pone en posición de sujeción indebida. Borges en «El inmortal» resalta la más absoluta singularidad de cada subjetividad, y alude a la condición desarzonada. En su cuento le afirma al lector: «No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos (…) nada es preciosamente precario».
El viejo y el niño, marginados, entran en la competencia del psicoanálisis si son «preciosamente precarios». Están en la categoría del «aún», no de la impotencia como la de ese chico glotón de «Mil galletitas» ni en la del escritor viejo lleno de prisa.
El psicoanálisis no los silencia, por ética los toma en sus deshechos y los recupera en la posición de la palabra singular, captada en un discurso, o sea, en un lazo social fructífero.