Por acá les dejamos Quinquela, el texto con el que Iosi Havilio participa de nuestros Audiocuentos de la Nueva Narativa Argentina, y que está leído por Nicolás Hochman e ilustrado por Leticia Paolantonio.
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1
Alberto, el encargado de mi edificio, dice que en el 89, cuando lo echaron del ministerio, le agarró tanta bronca contra el gobierno que decidió entrar a robar al museo. Me lo dice en la terraza, mientras cuelgo la ropa, un domingo de mucho calor. Vení, dice y me hace señas con la mano para que lo siga. ¿Ves?, dice, subimos por ahí atrás, por el patio de la escuela. Nos trepamos al muro ése, pasamos del otro lado, y caímos justo en el primer piso del museo. De acá no se ve, dice. Fue con el ex cuñado, que es un degenerado. ¿Y qué se llevaron? Dos cuadros, uno para cada uno. Él se quería llevar todo lo que había, las sillas, la mesa, el piano, es un falopero. Vuelvo a colgar la ropa que queda y Alberto me sigue, me da detalles. Dice que se llevaron los cuadros con marco y todo y que salieron por adelante. Quién se iba a fijar, esa época era un quilombo, me explica. ¿Y qué hicieron con los cuadros? Los tengo en el sótano, abandonados. A mi cuñado no volví a verlo más, vive para la droga. Si querés, me dice Alberto, un día de estos bajamos y te los muestro. ¿Vos entendés un poco, no?, dice y me da una palmada en el hombro con la mano bien abierta. Está contento. Cuando llego a casa, con la película que me acaba de contar Alberto en la cabeza, abro la ventana y me asomo para ver el frente del museo. Está recién pintado.
2
Otro día, el mismo verano, saliendo de casa. Alberto, parado en el escalón más alto de la entrada del edificio, me da un codazo y señala con el mentón a dos chicas que pasan caminando del otro lado de la calle, por la ribera. Son dos chicas del barrio que me parece haber visto en el supermercado chino, o en el playón ensayando con la murga. Usan unos tops mínimos que les aprietan las tetas tanto que parecen crecer a cada paso. Una es rubia y la otra morocha. La rubia lleva unas calzas rojas y la morocha una minifalda igual a una vincha. Alberto, sin mirarme, con la boca abierta, cierra el puño de la mano derecha, dobla el brazo y hace tres o cuatro movimientos frenéticos. Que dan miedo. Les doy, me dice al oído. Y a mí me sale sonreír y mover la cabeza como un caballo manso. ¿A las dos? Alberto se ríe como un perro. Yo le sigo la corriente: ¿Pero cuántos años tienen, trece, catorce? Él se lleva el dedo índice a la boca como las enfermeras en los posters. Me agarra del brazo y me lleva hacia él. Les doy en el sótano, me dice otra vez al oído, vienen solas, y cuando se van me dejan guita. Me suelta y yo repito la última frase: ¿Te dejan guita? Sí, dice, diez, veinte mangos.
3
Afuera sopla un viento muy frío y arremolinado que en otras partes de la ciudad no se siente. Llamo el ascensor. Alberto aparece de golpe, viene del sótano. ¿Te acordás de los cuadros que te dije? Bueno, estuve pensando, tengo algo para proponerte, un negocio. Vos que conocés gente que pinta, ¿no querés ver si le interesan a alguien? Yo que sé, quizás aparece un tipo, un tipo de confianza, que no pregunte mucho, y se lo tirás así, a la pasada, le decís que vos no tenés nada que ver, que son de un amigo, de un conocido, que a vos te los ofrecieron, pero que no te interesa, y si el tipo agarra, vamos mitad y mitad, yo tengo auto, se los puedo llevar a la casa. ¿Qué decís? ¿Cuánto pueden valer? ¿Te animás? Puede ser, dejáme ver, le digo y me apuro en cerrar la puerta del ascensor. La idea me deja perplejo. ¿Cuánto pueden valer, veinte, treinta, digamos diez mil? Porque al fin y al cabo son robados, y eso un marchand o un coleccionista tiene que saberlo. Diez cada uno, diez para mi, diez para él. Si se vende uno solo, cinco y cinco, tampoco está mal. Levanto los ojos y me sorprendo en el espejo del ascensor, con el ceño fruncido, haciendo cálculos.
4
Alberto fuma en la entrada del edificio y en cuanto me ve llegar se saca de encima al viejo del primer piso con la nariz medio deforme, y se acerca para hablarme. Son las seis, siete de la tarde. Enfrente, en la isla, van y vienen los camiones con arena. ¿Ves esas dos?, me dice Alberto, la pelirroja y la de rulos, las que están con el perro. Viven en el cuarto, abajo tuyo, en realidad una está abajo tuyo, y la otra en el departamento de al lado, el del balcón. La pelirroja creo que es abogada, lo otra no sé, no sale nunca, vive acá hace años, el departamento era de la mamá, me cuenta Alberto y hace una pausa para decirme algo más, en voz baja, y sin mirarme: Son tortas, dice. Yo arqueo la cejas, no sé qué decirle. Tortas, repite y para que me quede claro busca alguna otra palabra que no le sale, y repite otra versión de la misma: Tortilleras. Pero eso no es nada. Viste que andan todo el día con el perro. Sí, le digo, el perro. Un ovejero alemán que a veces me cruzo en el pasillo y que en el ascensor se me trepa y me soba las piernas. Alberto se ríe entre dientes, me tira de la manga de la campera, se pone rojo, se exaspera. Sonrío pero no entiendo. Y casi pegando su boca a mi oreja, salpicándome un poco la mejilla con saliva, me dice: Se cogen al perro. Yo abro grandes los ojos y escupo una carcajada. Te lo juro, me dice Alberto y asegura que él mismo las vio pasarse el perro en medio de la noche, y que incluso una vez se acercó a la puerta y que oyó todo. Me quedo mirándolo, atónito, con ganas de que me cuente más. Aunque no le crea nada. Quiero detalles pero me deja con las ganas. En casa, más tarde, frente a la computadora, no me puedo concentrar.
5
En año nuevo a veces me pongo generoso. Se me da por regalarle cosas a la gente, a amigos, a conocidos. El otro día estaba en el supermercado chino, y en lugar de comprar una botella de vino, compré dos, pensando en Alberto. Después de todo es un buen tipo, me cae bien, me divierte, y como dice un vecino, mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Así que cuando llego al edificio lo busco para darle el vino pero no lo encuentro. Toco el timbre de su casa y la hija me dice que cree que está en el sótano. La puerta está entreabierta, me asomo, golpeo la chapa, lo llamo por su nombre. Qué hay, grita desde abajo y cuando me ve la cara, se pone contento. Pasá, pasá, me dice. Te traje un vino, por año nuevo, le digo. Y él me da una de sus palmadas en el hombro, agradecido. Pará, me dice, no me lo voy a tomar solo, quedáte que brindamos. Bueno, digo, rápido que me esperan. Alberto abre la botella y saca dos vasitos de plástico con globos rojos. Salud. Salud y feliz año nuevo. Eso, feliz año nuevo. Che, y ya que estás, vení un segundo, me dice Alberto y yo lo sigo con el vaso en la mano hasta un recodo. Son estos, dice. ¿Qué te parece, valen la pena?, pregunta sosteniendo dos cuadros firmados Quinquela Martín, que a primera vista parecen más auténticos que falsos. Uno, es de esos típicos cuadros de Quinquela, con los barcos, los estibadores, y la vida en torno al puerto. Una pintura luminosa, colorida. El otro es más raro, muy oscuro, casi abstracto. Alberto sonríe mostrándome los dientes, expectante. Me pongo serio, nervioso. Alberto, le digo, decime la verdad, ¿de dónde los sacastes? Del museo, me dice y yo extiendo los brazos expresando mi incredulidad. Alberto se hace la cruz sobre los labios con el dedo índice. Y agrega, para que quede bien claro: por mi hija. Llenamos nuestros vasos y volvemos a brindar. Yo vacío el mío de un trago y enseguida me sirvo otro. Mientras tomo, busco alrededor mío, en le mesa larga llena de herramientas, en el banco con los diarios apilados, junto a las bolsas de consorcio, en un rincón tapado de cajas de cartón, algún indicio, alguna prueba de sus otras historias. Me tomo otro vaso de vino y no resisto más. ¿Así que acá te traes a las pendejas? Alberto se ríe, y se agarra la cabeza. Pero no dice nada. Insisto: ¿Y te las cogés arriba de la mesa? Qué mesa, me dice, si es un asco. Les doy de parado, así.
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