Verónica González leyó y reseñó Mil galletitas, de Diego Tomasi, y en su texto rescata la urgencia que hay en el deseo de sus protagonistas, y que queda impresa en la novela. Mil galletitas, dice, hace de su lectura un ejercicio activo por la alternancia de voces, porque sus personajes, en apariencia sencillos, esconden una complejidad que interpela al lector permanentemente.» El texto, completo por acá.
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Emilio no puede esperar, no hay tiempo, en una semana se muere. Como un paquete de galletitas próximo a vencer. Se agota su vida útil. Aquello que algún día fue promesa, puro devenir, se tornará obsoleto, se pudrirá.
Pero este ex violinista casi octogenario, tiene la voluntad de torcer ese destino inexorable, quiere lograrlo, se lo propone con determinación. Ser escritor. Cueste lo que cueste.
Elsa, su amiga y confidente, se angustia, no entiende pero lo acompaña. Entre mate y mate, lo escucha, lo vigila, lo sostiene.
Emilio enciende el motor de su deseo postergado, dándole rienda suelta a la insensatez de escribir una novela en una semana. Nahuel, que tiene seis años y es el personaje principal de esa novela, se embarca en un proyecto improbable, irrealizable, comer mil galletitas en un día.
¿Qué ansiedad esconde Nahuel? Esa voracidad por comer galletitas, ¿qué oculta?
Mil galletitas hace de su lectura un ejercicio activo por la alternancia de voces, porque sus personajes, en apariencia sencillos, esconden una complejidad que interpela al lector permanentemente. Es una novela de vocabulario simple y cotidiano. Su autor tiene la habilidad de engañar al lector con esa cadencia inofensiva y coloquial que entraña un nivel de profundidad tan esencial como incómodo. La extensión de la novela parece acotada al tiempo que le resta por vivir a este escritor por nacer.
Esta historia breve, urgente, cálida e inocente invita al lector a embarcarse en dos empresas que a primera vista parecen inútiles e imposibles pero que en el fondo dan sentido al absurdo de vivir.